Monday, January 16, 2006

CRUZ DEL SUR


Asombrados, los pastores de la antigua Palestina pudieron ver sobre el horizonte meridional, bajo la apariencia de una aurora austral sembrada de estrellas brillantes, una hermosa luz. Todos supieron que algo muy grande iba a suceder.
Y le llevaron oro y sudor, incienso y dolor, mirra y llanto.
En su inmensa soledad, Magallanes alzó la mirada al cielo, y recordó lo que sus predecesores habían descrito. Cada noche, como por encanto, aparecía una estrella luminosa, faro guía en los mares de destino incierto. Se sintió acompañado y recordó con un brindis a los más grandes: Marco Polo, Americo Vespuccio, padres de las aguas, que acaso una vez se enamoraron junto a su fuego distante. Esbozó una sonrisa, frotó sus manos y buscó el refugio del puente de mando al amor de las velas. Su libro de viajes, celosamente guardado, era toda su compañía. Ni siquiera los hombres de la nao podían arrebatarle tanta belleza.
1505 había sido un buen año.
Un indio guaraní, postrado ante Tupa, oraba cada día de su vida para que el Ñandú no agitara sus alas y abandonara el Cielo. Y cada día, exhausto de rezar, se abraza a su esposa antes de abandonarse a sus sueños, tras comprobar a través de la techumbre de su choza que, al menos esa noche, su ojo no parece que desee despertar.
No mientras Antares continuara vigilando.
Espera su llegada. Recoge a toda prisa. Toma una ducha caliente y se pone su mejor vestido. Deja que el tirante caiga bajo su hombro. Enciende una vela y espera. Suena el teléfono. Pabilo consumido. Somnolienta reconoce su voz y disimula comprender. Una lágrima limpia el plato vacío.
Ya guardará mañana las sábanas de hilo.
Nos guía y nos protege; lo esperamos y tememos. Nos vela y nos perturba. Lo queremos y nos duele. Siempre con nosotros. Vive con nosotros. Nos abandona, vuelve y nos envuelve. No importa cuándo, porque siempre vuelve. El Amor. Nuestra Estrella. Tan cercana, tan lejana, tan presente.

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