Monday, January 16, 2006

MAMMY BLUE.

Nunca fui de esos tipos que se muestran encantados de haberse conocido. Antes al contrario, durante toda mi vida fui ferviente enemigo de los espejos.
Nací hermosote, crecí como pude y apenas siete u ocho años duró mi felicidad. Mi desdicha sobrevino por mi espectacular y nada grato cambio de fisonomía. Hasta que tuve ocho años puedo afirmar, sin miedo a equivocarme, que yo era un verdadero tirillas. Mis comidas consistían en un vaso de leche por las mañanas y otro por las noches; En medio, me alimentaba de excusas para no comer. Mi aspecto se asemejaba más al de una cerilla que al de un niño: flaco, cabezón y además con rizos, algo así como si a un palo de escoba lo coronan con la copa de una encina. Gracias a Dios, en mi ciudad no existen grandes oportunidades para que se produzcan vientos fuertes, pues hoy día la cerilla estaría escribiendo en otra parte del mundo.
Mi madre se mostraba muy preocupada con mi enclenque estado físico, y me compró muchos pasajes para realizar estupendos circuitos turísticos por todas las consultas pediátricas de la ciudad. Todos los pediatras la conocían, particularmente el Dr. Bg, que fue quien (según me han contado, porque yo no me acuerdo muy bien) me trajo al mundo; Fue el mismo médico que le dijo a mi madre: "enhorabuena, señora, ha tenido usted un hermoso niño -creo- y todo ha salido bien". "todo" era yo, y Mamá me explicó que lo de "creo" obedecía a que como pesé al nacer cuatro kilos y medio (sí, 4,5 kg.) mi breve pitillo parecía aún más breve entre mis hermosos muslos.
En el Colegio Nacional en el que pretendían alumbrar mi cerebro (alumbrar a la cerilla, jejeje) la imagen se repetía con frecuencia: antes del recreo, me hacían tomar otro vaso de leche; Y tanta leche tomaba al cabo del día que entre los rizos, mi color de pelo rubio y la leche parecía un ternero "charolais" amamantándose. Leche y sólo leche, ni siquiera los "Phoskitos", ni los "Bucaneros", ni las "Panteras Rosas" que, juntamente con unas deliciosas "raquetas" de yema y unos hermosos Donuts, vendía el Sr. Joaquín en la panadería que había junto al colegio.
El tiempo trancurría tan lento como la caída de las hojas de un tilo. Y contaban dos expertas biógrafas que tuvieron la oportunidad de estudiar la historia de mi vida (o sea, mi abuela y mi tía) que un buen día, encontrándonos de "vacaciones" en la finca que Mr. Feroz (mi padre) poseía muy cerquita de Ldm, exclamé tras una lucha de pedradas contra mis primos: "¡TENGO HAMBRE!".
Mi madre, que estaba pelando y cortando patatas para la cena (una de esas patatas vulgares tan antigua -no como las de ahora- que servía para todo: para freir, para cocer, para asar, para rebozar, para saltear, incluso para comer), casi se quedó sin dedos del susto: soltó el cuchillo, se desprendió de la patata que sostenía en la mano, corrió hacia mí y situándose frente a mi cara me agarró de los hombros y, agitándome, gritó:
- ¡¡¡¿QUÉ HAS DICHOOOO?!!!
-"Que tengo hambre".
-¡¡¡SÍIII, JAJAJAJAJAJA!!!. ¡¡¡LO HA DICHO!!!. ¡¡¡EL NIÑO TIENE HAMBRE, JUAJUAJUAJUA!!!, vociferó mientras saltaba de alegría.
-"¡¡¡PUES SI LA CERILLA TIENE HAMBRE, DEJA DE DAR LA MURGA Y DALE DE COMER, COÑO!!!, respondió amablemente Feroz.
Mi madre, por fin, había escuchado tan ansiadas palabras, con todas sus letras: "tiene hambre, el niño tiene hambreeeee", canturreaba. Yo recuerdo que estaba muy sorprendido ante la destreza de aquél movimiento de vaivén que el cuchillo, repleto de mantequilla, realizaba sobre el pan. A un trocito de pan siguieron otros muchos, acompañando ricas salsas de gratos sabores recién descubiertos. Atrás quedaron decenas de frascos de Periactín, el maravilloso jarabe sabor a menta que despertaba el apetito de todos, menos el mío. La cerilla fue poco a poco transformándose en un tronco, y todo ello gracias a mi madre y a los maravillosos comics de "El Guerrero del Antifaz", que fue mi compañero de sofá durante mis largas digestiones estivales.
Engordé, sí, pero no fue mi madre quien me engordó, sino su afán de cuidado. Mi madre era del tipo "mammy blue", y además en una de sus variantes más gratas: "mammy blue-ama de cría", ya saben, de esas madres dedicadas a sus hijos por entero, sufrientes cuando sufríamos, amigas de los besos que sonaban como si al darlos explotara el moflete y que tenían, por aura, un eterno halo de tristeza.
Blue me daba todo su cariño y se preocupaba por mí. Traducía su amor en mil y un detalles con quien le hacía un poquito de caso, y creo sinceramente que yo se lo hacía. Mis apenas apreciables esfuerzos eran recompensados con creces: si bajaba a buscarle unas barras de pan (en Madrid las llaman "pistolas" y nunca he sabido el porqué, dado que engordan, pero no matan), Blue disimulaba y hacía como que se le olvidaba pedirme la vuelta del dinero. Si recogía la habitación, o hacía mi cama y la de mi hermano (el ser más vago para hacerse la cama que imaginarse puedan), le contaba a Mr. Feroz que había llegado de la calle a la hora por él señalada como toque de queda, a fin de que no me castigara por hacerlo más tarde.
Gracias a Blue muchos fueron los supermercados que visité a lo largo de mi infancia, principalmente -por su cercanía con el iglú familiar- los de las calles de Correhuela y de Iscar Peyra. El primero de los citados se encontraba apenas a cincuenta metros de casa, y era bastante más económico que el segundo, pero en el segundo trabajaba como cajera Montse, la maravillosa Montse, lo que implicaba que, mientras fuera yo quien hiciera la compra, mi familia debía pasar estrecheces a fin de mes.
¡Montse!: protagonista ajena de mis más húmedos sueños del despertar a la pubertad. Sus pechos se empeñaban en demostrar que la Ley de la Gravedad tiene hermosas, tersas, redondas y -seguramente- suaves excepciones. Les ruego que aprecien que el adverbio "seguramente" ha precedido al adjetivo "suaves", lo que les dará idea de cuántas veces pude tocar las excepciones. Su alegre sonrisa se clavaba en lo más profundo de mi corazón, el cual, enloquecido, bombeaba tanta sangre que mi -entonces, por supuesto- pequeño atributo llegaba a alcanzar una longitud nada despreciable para mi edad. Con los años he llegado a pensar que, quizá, dicho efecto no fuera conseguido únicamente por su sonrisa, sino que acaso tuvo también algo que ver el impresionante escote que lucía Montse, que era más abierto cuanto más breve era su sostén y permitía dejar ver su maravilloso seno, cumbre rematada en una cima rosada que tantas veces deseé escalar.
Recuerdo que me encantaba hacerme el despistado cuando se trataba de escoger los productos situados en la parte más baja de los estantes. Llegado el momento, me invadían las dudas: "Montse, por favor: ¿qué jabón compra mi madre: Lagarto o La Toja?". Y la buena de Montse acudía presta a satisfacer mi curiosidad: "Los dos: Lagarto para lavar tu ropita (y me tocaba el pantalón a la altura del botón de la cintura), y La Toja para que te laves tu cosita" (bien sabía ella cuánto jabón necesitaba yo al llegar a casa).
Podría hablarles horas y horas de Montse, pero... ¡disculpen, que me voy del tema!. ¿de qué estaba hablando? ¡Ah, sí, hablaba de mi Blue!.
Blue me falta desde el día 30 de enero de 2003. Otro día les contaré por qué la extraño tanto.

5 Comments:

Blogger Elisabeta said...

jijij, "la toja para que te laves tu cosita...",anda que la tal Montse no se divertiria con sana alegría de ver a ese muchachito beber los vientos por ella...Bueno,ya seguiras contando lo de Blue, mammy blue...

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