Tuesday, July 04, 2006

HEBE (II)




Hebe tiene treinta y cinco años de edad. De complexión delgada, su pelo es corto y oscuro, sus ojos grandes, negros, vivos y de mirada tierna. Su nariz, como sus manos, son pequeñas, y tiene un lunar también pequeño al borde de su labio superior. Vestía camiseta sin mangas y pantalón vaquero. Me recordaba a Valentina, maravilloso personaje nacido al mundo del cómic el día en que Dios fecundó de sabiduría y talento a Guido Crepax. Y recuerdo su voz, dulce, asentada, de buen consejo, voz que ha vivido mucho a pesar de su juventud.
Hebe miró directamente a los ojos a su primo cuando le preguntó por qué razón, siempre que de una u otra forma se entregaba, esperaba recibir algo a cambio.

Seguidamente, sin querer esperar respuesta alguna, tornó su mirada hacia mi, y se explicó:
“Estoy superando un cáncer. Me fue diagnosticado hace unos meses, y aunque lo he pasado muy mal poco a poco voy saliendo”.

Su serenidad al contármelo me hizo temblar. Yo quería hacerle mil preguntas, movido no por la curiosidad de saber dónde se había localizado el tumor, ni cuántas sesiones de quimio o radioterapia había tenido que soportar. Mi inquietud respondía al deseo de saber cómo habían cambiado sus pensamientos sobre la vida tras conocer la noticia, a fin de que su primo tomara conciencia de que en el mundo, además de él, existen otras personas necesitadas de cariño. Ingenuo de mí.

Me transmitió que la primera pregunta que hizo cuando le dieron la noticia fue la de saber cuánto tiempo de vida le quedaba, a lo cual no le pudieron responder, pues dependía de la evolución de la enfermedad. Supe que había tenido que abandonar su trabajo para someterse a las sesiones prescritas por los médicos que seguían su proceso, y que perdió el pelo y adelgazó mucho. Todas estas circunstancias causaron en ella una gran depresión. En el hospital pudo conocer a otras muchas personas en su misma situación. El denominador común en todas ellas era el miedo, y un día, harta de compadecerse y de secar lágrimas, propias y ajenas, decidió apostar por la esperanza. Trató de infundir a sus compañeros el pensamiento de que la confianza, y no el miedo, debía presidir sus vidas, y después de un tiempo dejó de preguntarse por qué le había sucedido a ella y aprendió a vivir con lo que, según sus palabras, el destino le había deparado.

A partir de ahí la constante de su vida ha sido saber qué puede hacer por las personas que le rodean y cómo puede ayudarlas, hasta el punto de ser el consuelo de un padre, su propio padre, al que le toca revivir en su hija el mismo sufrimiento que un día, años atrás, se llevó a su mujer. Su carácter optimista le ha valido hallarse rodeada de gente que la quiere, y es un ejemplo de entereza, tesón y ganas de vivir.

Hebe ha visitado a su familia española gracias a que sus amigos, que son legión, le han pagado el pasaje y la estancia en nuestro país. Y me dice, y creo en sus palabras, que a pesar de su experiencia nunca ha sido tan feliz.

Hacía más de una hora que su primo, mi cliente, se había callado. Seguramente no alcanzó a comprender por qué no le hacíamos ni caso y, aburrido, nos dejó charlar. Fue una hora maravillosa en la que, uniendo sus vivencias a otras mías, intercambiamos nuestras experiencias y algunos capítulos de nuestras vidas, compartiendo dolor e incertidumbre, temor y esperanza.

Abandonamos aquel viejo bar y nos despedimos, pero de otra manera. Fue apenas una hora, es verdad, pero ese tiempo compartido ha dejado en mí una profunda huella. Jamás podré olvidar su adiós: en silencio me dio un abrazo y dos besos, con los ojos humedecidos y una sonrisa en los labios. Sus ojos reflejaban el miedo del retorno a su país, a su clínica, a sus médicos y a los nuevos resultados de sus análisis. Su sonrisa... su eterna esperanza.
Una parte de mí me dice que no volveré a verla. Otra, se aferra a la idea de una total recuperación y de un pronto reencuentro, acá o allá. No sé qué sucederá. Sólo puedo asegurar que me siento más optimista ante el futuro, y que lo mejor de mí ha volado con ella rumbo a Buenos Aires.
En la mitología griega, Hebe, hija de Zeus y Hera, personificaba la juventud, y según La Ilíada era la ayudante de los dioses. En el arte solía ser representada llevando un vestido sin mangas.