Thursday, September 07, 2006

LA LUZ EN LA COCINA


Hace unas horas que dejó de llover, y las calles aún conservan el brillo de las luces que se reflejan en los charcos. El cansancio de los días se va depositando en los rincones de mi ánimo. Ya oscurece mucho antes.

He llegado a tiempo. El autobús que debe conducirme hasta casa parece no estar dispuesto a salir. Su conductor, apeado, mira el reloj, sonríe y bosteza mientras se despide de un amigo que lleva un palillo entre los dientes. Paso la tarjeta electrónica de pago y me acomodo en el primer asiento que veo libre. Me esperan veinticinco minutos de trayecto, y seguramente llegaré mareado, pues he de viajar sentado de espaldas a la conducción, como cuando mi padre me subía al carro del tractor después de recoger las alpacas de paja, hace ya muchos agostos. Viajar de espaldas es como el hecho de vivir: a medida que avanzas ves el camino que vas dejando atrás, viendo pasar los días tan rápido como se van alejando los árboles. Puedo entregarme a mis pensamientos pues no existe el temor de pasarme de parada. Mi parada es la última del viaje, esa en la que no queda más remedio que apearte si no quieres despertar extrañeza.
Me despido del conductor con un hasta mañana. Ya nos conocemos aunque hayamos intercambiado apenas unas palabras. Piso la gravilla de la carretera y alzo la mirada a un cielo que está nuevamente a punto de vaciarse. El aire frío de una prematura noche de otoño me invita a respirar profundamente, y acepto. Atravieso un pequeño sendero de malezas y barro hasta tomar la carretera asfaltada. A lo lejos veo luz en la casa de un amigo. Al pasar frente a su ventana veo a su mujer. Está en la cocina, preparando algo de cena. Las petunias blancas de su jardín han sucumbido a la fuerza del agua, y sus pétalos se presentan deprimidos, como implorando que ya no más. Por fin me aproximo a mi casa.
El perrito me ha oído llegar y asoma la trufa de su nariz por debajo de la puerta de acceso al jardín. Sabe que cuando llego le doy de cenar, y su cola se mueve con una velocidad inusitada. Dejo la carpeta en el mueble de la entrada, y abro la puerta de la habitación de mi niña. Ahí está, sonriendo al escuchar el tintineo de las llaves, y beso su mejilla preguntándole en bajito qué tal ha pasado el día. La respuesta de su silencio tranquilo me tranquiliza a mí también.
Veo luz en la cocina y escucho tu voz, insistiéndole al niño en que baje a cenar. Me ves y llevas hasta mis labios un trocito de patata que terminas de freír, mientras me dices que me cambie de ropa y me siente a la mesa.
Te sientas al lado del niño, enfrente de mí. Frotas tus piernas deseando que desaparezca el hormigueo que te persigue desde tiempo atrás; Han sido muchas horas en pie. Sonríes mientras me preguntas qué tal me ha ido el día, y antes de que te conteste le pides al niño que me cuente también. Estás contenta porque al fin estamos juntos, y se te nota porque no dejas de hablar.
Te miro, y tu voz se va apagando en mis oídos a medida que recuerdo otros entonces, cuando éramos más jóvenes y estábamos más solos, cuando nos vestíamos de mil ilusiones, muchas de ellas hoy cumplidas, y otras muchas todavía pintadas de verde esperanza. Sigues sonriendo.
Son ya muchos años y comprendo muy bien por qué razón, cada noche, quiero regresar a casa.

Monday, September 04, 2006

CUANDO MI CABEZA DA VUELTAS (IV)



Cuando, sin motivo aparente, la persona a la que amamos decide encaramarnos a la cumbre de su olvido nace el sentimiento de la soledad. Como la hiedra, la soledad se enraíza en el alma al igual que el amor lo hace en el corazón. La soledad nacida del amor frustrado es uno de los más tristes sentimientos del alma.

Perdido el amor sólo el silencio responde a nuestras preguntas. Nos falta el aliento y la zozobra nos invade. Nada es como era antes. Necesitamos que vuelva a mirarnos con los ojos de entonces y su mirada ya nunca coincide con la nuestra. Buscamos refugio en su casa, la misma que para nosotros fue un hogar, y la puerta aparece siempre cerrada. Queremos que sepa que aquí seguimos, y rechaza nuestra mano tendida. Deseamos abrigar sus otoños, como hacíamos antes, pero en su jardín no parecen caer las hojas. Y entonces nos falta el aliento, anochecen antes los días, la lluvia muere en una tierra más fría que nunca, y nos tornamos tan débiles como el dolor que puede causar el agua retenida en las manos.

Es cierto que somos débiles ante el desamor y vulnerables ante la tristeza que del mismo se deriva. No es fácil dar solución a la angustia que sufre el corazón olvidado. Quizá el tiempo, y la búsqueda en nuestro interior, sean nuestros mejores aliados para hallar las respuestas a esas preguntas que convierten a nuestras noches en interminables. Lo que nunca debe faltarnos es la certeza de que siempre regresa el alba. Lo queramos o no, siempre vuelve a amanecer, siempre apunta un nuevo día que poco a poco va limpiando el aire enrarecido por la tristeza, hasta quedar limpio, fresco y libre.

Sólo el aire libre es el que nos permite respirar.

Friday, September 01, 2006

CUANDO MI CABEZA DA VUELTAS (III)



Quisiera poder tener siempre una mano tendida; Saber de cuánto tiempo dispongo, e incluso poder ofrecer un alma inteligente a las razones de cada despedida.

Quisiera un mundo girando alrededor de un corazón latente, ese que nada pide, que sólo ofrece y que no sufre con el desdén de quien recibe y olvida... o lo parece.

Quisiera prometer más allá de lo prudente: ser calor en invierno, siendo estufa un beso en la mejilla, abrigo una mano amable, y consuelo mis ojos buscando sus pupilas; Y ser frescor en estío, aire limpio que calma el sudor caliente.

Y pasear de nuevo por las calles de un alma que una vez creyó que nada era imposible.

Playa de Noia, verano de 2006.